Esta vez la ‘guinda’ nos llevó bordeando
el pueblo de Torola y de ahí adentrarnos a una montaña cerca de la frontera de
Honduras. Toda esta zona estaba saturada de tropas del ejército que
paulatinamente estrecharon el cerco. Nosotros pensamos que ya habíamos salido
del cerco, y que solamente tendríamos que alejarnos lo más posible en esta
misma noche, para llegar a tierras seguras. Pero de repente nos topamos con
otras tropas – el ejército había tendido otro cerco adicional más amplio. Para
no chocar, nos refugiamos en el cañón profundo de una quebrada. La orden:
silencio absoluto. Porque si nos detectaban, nos tenían en una trampa mortal:
sólo cerrarían las dos únicas salidas del cañón y dejarían caer granadas desde
arriba, y adiós comandancia del ERP, adiós Venceremos - y adiós Paolo...
Comenzamos a bajar en la absoluta
oscuridad. Lámparas apagadas. Las rocas se volvieron más lisas con cada bota
que las pisaba. Adelante de mi caminaba uno de los logísticos que llevaba sobre
su lomo uno de los grandes peroles de nuestra cocina. De arriba se escucharon
voces de los soldados. No eran voces de mando, estaban platicando, no nos
habían detectado. De repente, a media bajada, me deslicé en una piedra, perdí
el equilibro, me caí y pegué con el fusil al perol - como si fuera mazo de
campana. Sonaba un campanazo que pensaba que se escuchaba hasta San Francisco
Gotera...
Toda la columna se paró. Siluetas
congeladas. Otra vez, silencio total. Todos me estaban viendo como para decir:
Nos mataste, cabrón. Quería desaparecerme, antes de que se desatara el
desmadre. Esperé disparos, explosiones, granadas. Pero nada.
German, moviéndose como si fuera culebra,
regresó de la cabeza de la columna hasta la cola donde estábamos. Dando
instrucciones mudas al oído de cada uno. “Dame tu mochila y tu fusil”, me
susurró. “Avancen lentamente. Quedaditos.”
Llegamos al fondo del cañón. Cada uno se
buscó una roca para sentarse. Espera. Tiempo muerto. Más adelante, German
susurrando con Joaquín y los otros del mando. Otra vez vino German donde
nosotros: “Estamos rodeados, pero no saben que estamos aquí. No podemos
amanecer aquí, nos detectan. Vamos a sacar al jefe. Ustedes quedan pendientes.
¿Entendido?” Entendí perfectamente. Para sacar a Joaquín iban a romper fuego,
agarrarlos por sorpresa, y salir. ¿Cómo saldríamos nosotros? Quien sabe. A lo
mejor no saldríamos...
Nadie tuvo ninguna duda que la decisión
era correcta. Había que sacar al jefe. Había que tener claras las prioridades.
Si tratáramos de salir todos de un sólo, no habría ninguna garantía de poder
sacar a Joaquín. Bueno, hasta aquí llegaste, pensé. Al fin, esta guerra sí es
conmigo.
German y su gente, rodeando a Joaquín
Villalobos, comenzaron a avanzar hacía la otra salida del cañón. Los perdimos
de vista. No pudimos hablar. Nos comunicamos con gestos y miradas.
Despidiéndonos. Haciéndonos ánimo uno al otro.
Cada rato tenía que romperse el fuego y
armarse el combate. Sólo que nosotros no íbamos a combatir. Los soldados no
tendrán que entrar al cañón, solo regarnos con granadas y ráfagas desde arriba.
Hernán Vera “Maravilla” se acercó y me
dijo al oído: “Enano, la pasamos bien en esta guerra, ¿verdad?” Le dije:
“Fantástico, aunque no me gusta mucho el final de la película.”
No hubo final. En vez de disparos y
bombazos, de repente hubo truenos, relámpagos y una tormenta de estos diluvios
que en aquellas montañas se arman de un segundo al otro. Y bajo esta tormenta,
que hizo que los soldados buscaran cobertura en un bosque cercano, salimos uno
tras otro del cañón de la quebrada, del cerco enemigo y de la zona de peligro.
Me caí tres veces más en esta marcha, pero no importaba, ya que nadie escuchaba
nada bajo esta tempestad. Dicen las malas lenguas que esta noche Joaquín
decidió que mejor me sacaran del frente, antes de que matara a todos...
(El Diario de Hoy)