Estimado compañero:
Te gustarían estas cartas que publico, esta te la dedico. Voy a contar como te vi por última vez...
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(Hotel Alameda, enero 1981) Ya han pasado dos semanas de mi regreso de Santa Rosa de Lima. Me pongo inquieto, no tengo claro cómo seguir. Había salido todos los días a tomar fotos, a veces con Harry Mattison, a veces con otros reporteros, en la capital y sus alrededores. Principalmente, tomamos fotos a muertos mutilados. Lo más lejos que había llegado era a Suchitoto.
Diariamente mando reportes a Managua, vía Frankfurt - gracias al telex de la UPI. Raúl Belthran Bonilla me dio la llave de la oficina de la agencia en el Camino Real, para poder usar el telex y el laboratorio fotográfico. La Venceremos ha retomado varios de mis reportajes, que desde Frankfurt llegan al COMIN en Managua, y desde Managua los mandan por radiocomunicación a Morazán. De repente soy el corresponsal de la Venceremos en San Salvador, y como tal necesito discusión, orientación, rumbo.
Necesito recontactar con los compas. Decido ir al Hotel Alameda.
El Alameda es un hotel que ha visto mejores tiempos, igual que la colonia Flor Blanca donde está situado, con sus mansiones, construidas en los años 30 por las familias más poderosas del país, que ya no viven en este sector pegado al centro de la ciudad. Las mansiones ahora albergan pensiones, burdeles, comedores y oficinas. La mitad del hotel se quemó y nunca fue reconstruido. Pero el Alameda sigue teniendo su encanto.
Entro al pequeño lobby y voy directamente a la recepción. Dos hombres están sentados detrás del counter. Trato de imaginarme quien de los dos puede ser el contacto de emergencia que los compas me habían dado en Managua: ¿el gordito con cara de contador, o el alto con cara de profesor de matemática?
Escojo al matemático. No puedo decir en seco la ridícula frase clave que me dieron en Managua. Primero pregunto por los precios de los cuartos, por servicios de taxi, si tienen telex. Recibo respuestas profesionales. Luego: “¿Acaso tienen un cuarto con jacuzzi?” El que reacciona es el contador: “No, señor.” Algo en su mirada me hace voltearme. En un rincón a la par de la entrada hay un grupo de sillones. En uno de ellos está sentado Yderín, el hombre que cayó preso el 10 de enero, lo que nos obligó a abandonar la casa de Melitón Barba en la Layco el día siguiente. Fuimos a dejar a Maravilla a Morazán. Ya en las radios salió la noticia que lo estaban buscando, porque él fue conocido como parte del equipo de periodistas venezolanos junto a Yderín. Lo que hasta la captura de Yderín, en la casa de unos comandantes guerrilleros, no se sabía era que estos venezolanos eran parte del ERP. Ahora, Maravilla fue el hombre más buscado del país. Bueno, que lo vayan a buscar en las montañas de Morazán...
Yderín estaba vestido como siempre, igual como lo conocí en Berlin hace un año: saco beige y designer jeans, todo con un toque de inglés en el trópico. A la par de él, están sentados 4 hombres que igual podrían haberse puesto rótulos de “policía secreta”… Vaya, pienso, hasta aquí llegué...
Pero Yderín, quien me tiene a la vista, no reacciona. Por tanto, tampoco reacciono yo. Sigo platicando con el contador y el matemático, sobre cualquier cosa que se me ocurre. “La verdad es que no le puedo ayudar, señor”, me dice el contador y comienza a marcar un número en su teléfono, para cerrar la conversación. Les doy las gracias y salgo de hotel. Veo una gran tristeza en la cara de Yderín.
Yderín no me delata. Ni al contador Norman. Con su mirada me dice: “Ya me fregaron. No te olvidés: Hay que filmar esta resolución.”
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Meses después me di cuenta que no te mataron. Siendo venezolano, te entregaron al embajador de tu país, aliado con Duarte. Nunca te volví a ver. Cuando años después visité Venezuela, ya habías fallecido.
Gracias por todo, Yderín. Saludos,
Posdata: Decidí dedicar las cartas del fin de semana a temas no relacionadas con la políticas actual. Hoy va un capítulo del libro nunca terminado sobre mi paso por la guerra salvadoreña.