lunes, 21 de marzo de 2005

25 años

Los que nacieron después del asesinato de Oscar Arnulfo Romero, ya cumplirán 25 años. La edad que yo tenía en 1968-69 cuando yo -y casi mi generación entera- pasamos del cuestionamiento a la rebelión abierta contra la generación de nuestros padres, o sea contra la generación alemana responsable de la segunda guerra mundial, del holocausto, del nazismo.

Cuando colapsó el Tercer Reich de Hitler, apenas tenía 6 meses de edad. Suerte mía, no tuve porque sentirme culpable del genocidio cometido a nombre de mi pueblo. A los 25 años lo que sentí era rabia, vergüenza y odio al ver que mi padre, mis tíos, mis profesores, nuestros diputados, alcaldes, jueces, fiscales y dirigentes empresariales no se enfrentaban a su responsabilidad, que se negaban a hablar de su papel en los años de la dictadura y del genocidio, y que siguieron en sus carreras como si nada hubiera pasado.

Esta rabia fue el combustible para nuestras violentas manifestaciones contra el autoritarismo, contra el militarismo, contra el racismo donde los encontramos (y a veces donde los imaginábamos): en nuestras escuelas y universidades, en las fábricas, en el sistema de justicia, en la policía, en la complicidad de nuestro gobierno con regímenes como el del Shah en Irán o el apartheid en Sudáfrica, y con la guerra contra Vietnam.

Esta rabia de la juventud ante una generación de padres que se rehusó a enfrentar el pasado, fue el motor del movimiento antiautoritario, de la izquierda radicaldemocrática del 1968.
Miles de jóvenes de 25 años nos convertimos en revolucionarios con 25 años, al darnos cuenta que nuestros padres no estaban dispuestos a producir la ruptura moral, intelectual y filosófica con su pasado. Rompieron con el nazismo, pero no con el autoritarismo. Rompieron con el antisemitismo, pero no con el racismo. Nos tocó a nosotros esa ruptura, y la hicimos de la única manera que a esta altura de nuestra vida y de nuestra historia pudimos: con la radicalidad, la prepotencia, la intransigencia de la juventud; con violencia, desechando todo lo que nos olía a reaccionario, a autoridad, a nacionalista.

No nos quedó otra. Nuestros padres, después de los abusos nacionalistas de los cuales habían sido protagonistas o cómplices pasivos, no hicieron nada para redefinir los conceptos de nación y de autoridad. Desde la edad de 15 cuando empezamos a preguntar y cuestionar, hasta la edad de 25 que comenzamos a rebelarnos, pasamos 10 años topando contra murallas de amnesia e inercia colectivas. Nuestros padres no querían hablar de Auschwitz. Si eran de izquierda, hablaban de los pecados de Hitler, pero se callaron cuando les preguntamos sobre el pacto entre Hitler y Stalin que dio luz verde a la ocupación de Polonia y la construcción del campo de concentración de Auschwitz.

Nuestros profesores -como buenos servidores del estado- nos predicaban la filosofía de la nueva república supuestamente democrática: el holocausto fue obra de un grupo de locos y/o criminales, pero que ya habían sido enjuiciados por el tribunal internacional de Nurnberg; los demás alemanes no hicimos otra cosa que cumplir órdenes.

Es esta precisamente la justificación más peligrosa: en vez de erradicar el autoritarismo -y la otra cara de la moneda: la obediencia ciega a la autoridad- como fundamento de de la dictadura y del genocidio, nuestros padres lo cimentaron, reafirmaron su validez con este argumento cobarde de sólo haber cumplido órdenes. Nos querían dejar en herencia una Alemania autoritaria, aunque "depurada" de excesos dictatoriales; y su orgullo nacional, aunque depurado de los sueños de superioridad racial.

No aceptamos tal herencia. Exigimos la ruptura y la produjimos. Una ruptura profunda, no una "depuración". Una ruptura radical, no a medias tintas. Y básicamente la logramos. La Alemania democrática de hoy no nació en 1945 cuando cayó el régimen de Hitler. Nació en 1968 cuando comenzó la rebelión radical de una generación nueva contra el olvido. Y contra la permanencia del autoritarismo en nuestra sociedad y de los autoritarios en el estado.

Pagamos un precio alto. Para hacer caer el autoritarismo, nos rebelamos contra cualquier tipo de autoridad. Todavía me da pena cómo yo personalmente ataqué a mi mentor académico y literario, Walter Hoellerer, cuando iniciamos la revolución contra la universidad reaccionaria, elitista y autoritaria. Confundimos su liderazgo y su autoridad como persona, como escritor y como educador con autoritarismo, su brillantez con elitismo. Hoy tengo claro que muchas de las críticas que nunca me atreví hacerlas cara a cara a mi padre, las hice a mi maestro. Maté al padre que no era. Nunca pude reparar el daño ofreciéndole disculpas a este hombre del cual aprendí leer y escribir. Se murió antes de que yo hubiera tenido el valor de reconocer lo injusto de mi actitud intransigente radical.Pero los verdaderos culpables de esta injusticia no éramos nosotros los estudiantes radicales y armados de intransigencias. Eran los padres y maestros que durante décadas habían erguido esa enorme muralla de olvido, de mentira y de verdades a media para protegerse de la responsabilidad histórica, y para salvaguardar del fracaso desastroso del nazismo su principal capital filosófico y (in)moral: el autoritarismo. ¿Cómo íbamos a demoler esta muralla y destruir el autoritarismo, si no buldózer? Y con buldózer barrimos las universidades. La ruptura que necesitamos producir no era posible como intervención de cirugía, no luego de tanta demora y resistencia, sino sólo como acto revolucionario, con las consecuencias de injusticia y exceso que cada revolución conlleva.

¿La moraleja de tanta historia que cuento? ¿La moraleja para El Salvador, a 25 años del día que un francotirador a sueldo de una oligarquía autoritaria inició la campaña de exterminio a los opositores y con ello la guerra civil?

No estoy seguro. Ni siquiera estoy seguro si hay moraleja. Y si la hay, si yo soy el indicado a contarla. Para no caer en depresión quiero continuar creyendo que de la historia se puede sacar lecciones. Una que me atrevo a extraer de la historia nuestra en Alemania tal vez tiene validez para mi segunda patria, El Salvador: si la generación de los protagonistas de los capítulos oscuros de la historia no está dispuesta o capaz de enfrentar las respectivas responsabilidades, negligencias, ignorancia (o sea cual sea que fuera el papel de cada uno), la siguiente generación lo haría con mas radicalidad, más violencia, sin misericordia, sin consideraciones.

Si en El Salvador seguimos reflexionando con evasión en vez de verdad y con mitología en vez de análisis histórico sobre la guerra, la represión y sobre los casos emblemáticos como el de monseñor Romero, los padres jesuitas, El Mozote, pero también Ana Maria-Marcial y los cientos de compañeros y familiares de compañeros "ajusticiados" por las FPL en San Vicente, nuestros hijos nos van a rendir cuentas. Nos van a preguntar porque ellos, en vez de dedicarse a construir y desarrollar el país, se tienen que detener a limpiar la casa, sacar nuestros fantasmas y enterrar a los muertos que dejamos escondidos en el sótano. Nos van a apartar a todos, sin distinción de nuestro papel en esta historia, para hacer la limpieza.

Sé de qué estoy hablando. Con 25 años pasé por esto. Limpiamos la casa. Pagamos el precio: quedamos sin padres y maestros; o por lo menos, sin respeto a padres y maestros. No quiero que mi hijo se vea obligado a repetir esta parte de mi historia.

Coincido con lo que afirmó Héctor Lindo en una reciente entrevista en La Prensa Gráfica, que el lugar común que reza que hay que recordar la historia para no tener que repetirla es una falacia; que recordar no protege de nada; que todo depende de cómo procesamos nuestra historia. Los que no quieren recordar nada cometen la misma falacia que los otros que confunden memoria con la permanente repetición de mitos y medias verdades.

Luego de 25 años, es tiempo para enfrentar, cada uno lo que le toque.
(Publicado en El Faro)