lunes, 9 de mayo de 2005

Hoy hace 60 años en el parque de un castillo de Austria

Escribo esas líneas un 8 de mayo. Día de la rendición alemana hace 60 años. Día de la liberación, para unos. Hora de vergüenza, por la derrota, para otros. Hora de la vergüenza, por haber sido incapaces de liberarse ellos mismos del régimen dictatorial y genocida, para otros. Hora cero. Para unos, porque se había acabado su mundo: cero futuro, cero esperanza. Para otros, la hora cero del inicio, del arranque hacia un futuro digno. Unos bailando, otros de luto, todos muertos de hambre, sentados sobre los escombros.

Yo cumplí exactamente seis meses de vida aquel día histórico que terminó la Segunda Guerra Mundial, por lo menos para Europa. Mi familia se había refugiado de Poznan, donde vivíamos, evadiendo las tropas soviéticas; después de Berlin, evadiendo la lluvia de bombas, hacía la tranquila provincia austríaca de Kärnten. Ahí la guerra ya había terminado unas semanas antes, con la llegada de las tropas británicas. Del castillo encima del pueblo donde se habían establecido las familias refugiadas de altos funcionarios alemanes, los ingleses nos desplazaron a los establos, poniendo en el castillo su puesto de mando y cuartel.

Aquel día de la capitulación alemana, el 8 de mayo de 1945, yo me convertí en el sostén principal de mi numerosa familia. Así me solía contar mi madre, y así me lo confirman mis hermanos.
Este día llegó, aparte del final de la guerra, el final de las lluvias que acostumbran caer durante todo el mes de abril. Salió el sol. Mi hermana me acostó en un destartalado cochecito y me puso a solear en el parque del castillo. Ahí me dejó solo, saliendo en su bicicleta a visitar las granjas afuera del pueblo para ver si canjeaba los últimos restos de la valija de la familia por víveres. En vano. A las horas regresó, sin nada de comida. Me encontró felizmente dormido, en medio de una gran fiesta campestre con la cual los soldados británicos estaban celebrando la victoria. Mi coche estaba repleto de provisiones: latas de atún, leche en polvo, aceite, fruta enlatada, chocolate, cigarros, hasta una botella de ron de 80 grados de la Royal Navy (la cual ese mismo día mi hermana llevó a una de las granjas para regresar con una enorme jamón ahumado, mientras los cigarros las convirtió en papas y repollos).

Lo que había pasado es lo siguiente: cuando los británicos recibieron la noticia de la capitulación alemana y salieron al parque para celebrar, me encontraron abandonado, sudado y llorando. Entonces, me mudaron a la sombra y como no dejé de llorar, me comenzaron a llenar el cochecito con regalos...

Mis hermanos me confesaron años después que a partir de este día me llevaron al parque todos los días, procurando que tuviera razones de sobra para llorar, o sea por hambre o por frío o por calor o por sed, recogiendo de esta manera todos los días provisiones que, de paso sea dicho, los soldados aliados tenían tajantemente prohibido regalarlas a la población alemana o austríaca. Confraternización se llamaba el delito.

¿Por qué cuento ésto? Es mi manera de decir que para mí, el 8 de mayo siempre ha sido un día para festejar. Festejar el regreso de la paz. Paz concebida como la oportunidad que los hombres, incluso los guerreros, vuelvan a actuar como humanos. Festejar el colapso del régimen totalitario más criminal de la historia.

Este día, en el parque de un castillo de Austria, no sólo terminó la guerra. El 8 de mayo de 1945, en este parque hermoso en Kärnten, nació Europa. La Europa que hoy está unida como nunca, borrando fronteras geográficas, políticas, lingüísticas, culturales y mentales. Para que este proceso de unificación se diera, primera había que derrotar al principal obstáculo: el nacionalismo criminal llamado fascismo que se había apoderado no sólo de Alemania, Austria e Italia, sino también de España y de amplios sectores de países como Francia, Croacia, Hungría, e incluso Inglaterra y Estados Unidos.

Este monstruo todavía no está del todo muerto. Vive todavía en minorías en casi toda Europa, levantó la cabeza en los conflictos en la ex Yugoslavia. Pero aquel día 8 de mayo de 1945, cuando los soldados británicos desobedecieron órdenes y dieron de comer a una familia alemana, este monstruo fue vencido, abriendo un proceso que ha llevado a una Europa en la cual hoy una generación de europeos se olvida de las fronteras. Siguen existiendo las fronteras pero ya no detienen a nadie. Los jóvenes europeos hoy buscan noviazgo, empleo, universidad, diversión a donde les da la gana en Europa. O donde hay chance.

Tengo un amigo que tiene pasaporte alemán, casa en Holanda, trabajo en Bélgica, esposa italiana y además un chucho de origen húngaro. Maneja un carro producido en Inglaterra por una compañía alemana. Si no me equivoco, fuma cigarros españoles y toma Whiskey irlandés. Ama la cocina alemana, pero detesta el sistema escolar alemán, razón por la cual se mudó para Holanda, donde además puede comprar marihuana en tiendas. Su hijo habla alemán, holandés, inglés, italiano. Su hija estudia en Polonia y está por casarse con un portugués que trabaja en la República Checa para una compañía española. Sus nietos, cuando nazcan, serán simplemente europeos. Tendrán un pasaporte emitido por algún país particular, pero esto importará no más que el sello de la alcaldía que habrá emitido su DUI.

Los señores Adolf Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco, Henri Philippe Petain y sus camaradas estarían dando patadas si podrían ver a esta generación de ciudadanos europeos. Pero igualmente se morirían nuevamente, pero esta vez de rabia y desilusión, los señores Joseph Stalin y Walter Ulbricht y sus compeñeros, porque este citado amigo europeo nació en la Alemania socialista de ellos, estuvo preso en aquel paraíso de los obreros por tratar a cruzar la frontera-muro y, peor aún, por difundir ideas de izquierda pero muy radicalmente democráticas.
Por todo esto y mucho más que no cabe en esta columna, hoy domingo 8 de mayo me echaré unos tragos para celebrar lo que pasó hace 60 años en el hermoso parque de un castillo en Kärnten. (Publicado en El Faro)