lunes, 6 de noviembre de 2006

Mejorar la calidad de vida es combatir la delincuencia

Todo el mundo está discutiendo sobre seguridad pública, sobre la ley contra el crimen organizado, sobre los tribunales especiales anti-pandillas. En medio de este debate que ocupa todos los canales de expresión, La Prensa Gráfica publica dos entrevistas largas en un fin de semana, una el sábado 28 y la otra el domingo 29 de octubre. Una con el director de la PNC, Rodrigo Ávila. Interesante, pero no trascendente. La otra con un señor que vino al país para hablar del transporte público. Y es esta segunda que enfoca de manera sorprendente, trascendente y profunda el problema de la inseguridad pública. Claro, el entrevistado –Enrique Peñalosa- ha sido alcalde de Bogotá en un período cuando se logró bajar la delincuencia, la violencia, la tasa de homicidios de un nivel comparable con el que sufrimos aquí a un nivel comparable con países civilizados.

Lo más sorprendente: No es que este señor, invitado a presentar y explicar el éxito del sistema de transporte público de Bogotá, llamado Transmilenio, de repente haya cambiado el tema para hablar de seguridad pública; sobre cómo han reducido en Bogotá le delincuencia y la violencia. No, disertando sobre la trascendencia del transporte masivo, sobre el derecho de los peatones, sobre el ancho que deben tener las aceras, sobre la vital importancia de espacio públicos para una ciudad y para el tejido social... este señor hizo el aporte más importante a nuestro actual debate sobre seguridad pública que he visto en meses. (De paso, hay que felicitar a los colegas de La Prensa Gráfica por esta entrevista de fondo – arte que últimamente están desarrollando con admirable profesionalidad).

La tesis de Peñalosa es tan simple como inusual: Para la reducción de la delincuencia, más estratégico que la presencia policial, es “el mejoramiento de los espacios públicos”. Una policía efectiva –y sobre todo un policía que goce de legitimidad, credibilidad y confianza en la población- es importante. Pero mucho más importante aún –porque afecta las raíces del problema, no los síntomas- es que las ciudades, las comunidades, los vecindarios donde vivimos mejoren la calidad de vida. Peñalosa no usa este término, pero toda su argumentación sobre cómo hay que concebir el desarrollo de las ciudades –priorizando el derecho del ciudadano de a pie sobre las necesidades del tráfico de vehículos individuales; recreando los espacios públicos como lugares de encuentro, comunicación y diversión; limitando la inmanejable expansión de las ciudades que requiere cada vez más infraestructura vial- se puede resumir de esta manera tan sorprendente como positiva: para tener más seguridad, hay que elevar la calidad de la vida.

Así de simple. Construir una sociedad menos insegura no es tanto un asunto de tener más policías, más cárceles, tribunales más eficientes. Todo esto, obviamente, se necesita urgentemente - pero no toca la raíz del problema. Por otra parte, construir una sociedad menos insegura tampoco es un problema de altruismo. No es una tarea misionaria como erradicar la pobreza, ayudar a los marginados o superar la ignorancia - todas ellas causas nobles y necesarias - pero en el fondo altruistas. Porque normalmente no son los analfabetas los que emprenden la obra de erradicar la ignorancia, sino los ilustrados y bien intencionados; no son los pobres que diseñan estrategias de superación de la pobreza, sino políticos y expertos bien intencionados y bien comidos.

Construir seguridad –si seguimos la línea de enfoque trazada por Peñalosa - es una cosa que nada tiene que ver con altruismo y mucho con el sentido interés de cada uno de los ciudadanos: aumentar la calidad de vida, mejorar nuestras ciudades y barrios, recuperar nuestros espacios públicos secuestrados por vías express mal concebidas y ejecutadas (ejemplo: 49 Avenida Sur; el desmadre de carreteras que hicieron en El Espino), por centros comerciales exclusivos, o simplemente secuestrados por el desorden, el irrespeto y el abandono: aceras ocupadas de carros parqueados o por vendedores o por comedores; parques sucios y no iluminados, etcétera, etcétera, todos conocemos la larga y triste lista.

¿Qué tiene que ver el espacio público con la delincuencia? Todo. Dice Peñalosa: “Lo mínimo a pedir es que haya espacios peatonales que muestren respeto por el ser humano. En un parque es donde todos somos iguales. En Central Park, en Nueva York, se encuentra gente que no sabe donde va a dormir el día siguiente con otros que ganan $20 mil mensuales. Además, en el espacio público ordenado, limpio e iluminado, el delincuente se siente menos seguro.”

O para decirlo al revés: Mientras en nuestras ciudades nadie respeta el derecho y la vida de los peatones, mientras el desorden impere en los centros, mientras los ricos se diviertan en sus clubes exclusivos, la case media en los centros comerciales y los pobres en ninguna parte, no habrá solución al problema de la violencia.

Para tener seguridad, mejorar la calidad de vida. Tan simple. Y tan realista. Hoy los parques son territorio de inseguridad. Para hacerlos seguros, no hay que poner un policía debajo de cada árbol, basta tenerlos limpios, bellos, iluminados, atractivos. Entonces, se van a llenar con gente paseando, jugando, comiendo helado, divirtiéndose. Donde hay vida, luz y alegría, no hay espacio para maleantes. Y así las calles, los barrios, los pueblos, los centros de las ciudades...

Para hacer las ciudades amigables, hay que romper la dictadura del carro. Es una cuestión de prioridades. En vez de seguir construyendo carreteras más grandes, desniveles, autopistas urbanas –todo para resolver el caos vehicular- invertir en mejorar, hacer atractivo y efectivo el transporte público. Dice Peñalosa, el ex-alcalde de Bogotá, donde se hizo exactamente esto: “La consecuencia de todo esto es que se liberaron recursos para parques, mejoramiento de barrios marginales, hicimos una vía peatonal de 23 kilómetros y un gran parque en el centro. Ahí estaba más invadido que el centro de San Salvador.”

Es todo un proceso a desarrollar y aplicar una visión nueva de la ciudad y de las prioridades. Al final del proceso se tiene: un sistema eficiente de transporte masivo; menos carros, menos embotellamientos; más y mejores espacios públicos y parques. Y sobre todo: más seguridad, menos delincuencia. Aparte se ha dicho: sin haber aumentado la policía. Más bien, invirtiendo en la calidad, la eficiencia y la credibilidad de la policía.

Es obvio que El Salvador, en esta encrucijada que se encuentra ahora en cuanto a la seguridad como requisito para su desarrollo, puede aprender mucho de experiencias como la de Bogotá – y también Medellín, otra ciudad anteriormente famosa por sus niveles de violencia.

De repente nos damos cuenta que el viejo debate sobre cómo recuperar los centros de nuestras ciudades (al que ya casi nadie aquí le pone ganas) y el debate sobre cómo prevenir la delincuencia y la violencia no son dos temas separados, sino dos caras de la misma moneda. Y ojo, no se trata solamente de San Salvador; no sólo de las otras ciudades grandes – se trata de casi todas las ciudades, grandes o pequeñas. Si no, vayan a dar una vuelta a pie por el centro de San Martín, Aguilares o Usulután...

Y tampoco es un problema solamente de los centros. Igualmente –o aun más- es un problema de los cordones suburbanos. Si no, los invito a hacer un paseo por el Distrito Italia en Tonacatepeque o por lugares comparables en Ilopango, Soyapango o Auyutuxtepeque. O a visitar los suburbios de París o Marsella, Berlín o Los Ángeles. Es evidente la relación directa entre la falta de calidad de vida –y la ausencia de espacios públicos para una vida social digna- en estas aberraciones urbanísticas y los índices de violencia. En El Salvador, en Francia y en Estados Unidos. (En este caso, en la China no, pero sospecho que es por el funcionamiento inquebrantado del autoritarismo dictatorial.)

Escribo todo esto por una razón: Siento que el debate que -¡al fin!- se desató en el país sobre cómo parar la delincuencia corre el peligro de quedarse nuevamente corto. Todo lo que ahora se está discutiendo es importante: el presupuesto de la PNC, las deficiencias de la fiscalía, la necesidad imperante de construir cárceles que realmente saquen del juego a los delincuentes, la revisión de las leyes penales. Todo esto hay que resolverlo – y que bueno que ahora, gracias al malestar de la ciudadanía, de ANEP y del señor embajador Douglas Barclay, está en la agenda de la sociedad, de la opinión pública y de la política.

Sin embargo –como decía mi amigo Francisco Díaz en un debate el otro día- esto es como pedir que un carro tenga cuatro llantas para caminar. No dice nada sobre el rumbo del viaje. Hay que poner las 4 llantas: cárceles que no sean escuela superior y estado mayor de la delincuencia; presupuestos adecuados para PNC y fiscalía; capacidad de investigación del delito; y una depuración del órgano judicial, de pie a cabeza. Entonces, tendríamos un carro completo.

¿Y el rumbo? Para definir el rumbo necesitamos debates como el que nos provoca Peñalosa. Solicito que la nueva Comisión que nombró el presidente invite y escuche no sólo a expertos en derecho penal, sino a los alcaldes y ex-alcaldes de ciudades como Bogotá y Medellín, como Nueva York y Los Ángeles. No sólo a criminólogos, sino a urbanistas y sociólogos que han investigado la relación entre calidad de vida y violencia.

A mi me fascina la pista que nos ha dejado Peñalosa: que para construir seguridad hay que empezar -cada uno en su ámbito y desde su función- a mejorar la calidad de vida; hay que empezar a reconstruir el tejido social a nivel de vecindario, colonia, ciudad; a recuperar los espacios públicos y darles vida, belleza y alegría. No es –parafraseando la absurda campaña del Ministerio de Turismo- “la tarea de todos”: es el interés propio, la oportunidad de cada comunidad, cada familia, cada persona de mejorar la calidad de su propia vida; de arrancarle al caos imperante un pedazo de orden, de paz, de respeto y de amabilidad. La suma de todos estos esfuerzos será un país más seguro. Así de simple, porque significa que no hay que esperar que el presidente, el director de la policía o una nueva comisión tome la iniciativa. Empieza en lo chiquito, tiene resultados pequeños inmediatos – y crea una situación que obliga a la política, al gobierno y al Estado a hacer lo suyo.
(Publicado en El Faro)