lunes, 14 de mayo de 2007

Gracias a Siemens

Siemens. Una leyenda alemana. Un pilar de la industria alemana. Tradición, eficiencia, solidez, honor, responsabilidad, progreso. Desde la altura de estos valores, se contemplaba en Siemens la falta de cultura y la erosión de valores en el mundo corporativo, en la cultura empresarial gringa, en los conglomerados industriales financiados por lavado de dinero y especulaciones bursátiles.

Siemens simboliza la aristocracia de la industria alemana. Bueno, simbolizaba. De repente se desplomó toda esta superioridad y prepotencia. En un mes tuvieron que renunciar los dos hombres que con inmenso éxito han dirigido este conglomerado gigante de ingeniería eléctrica. Primero Heinrich von Pierer, el presidente del Consejo de Vigilancia; poco después Klaus Kleinfeld, el presidente de la presidencia ejecutiva (CEO). Dos de los capitanes de la industria alemana más poderosos, más respetados, más exitosos. Amigos personales y asesores de jefes de gobierno. Líderes de las gremiales empresariales.

Renunciaron porque no pudieron explicar los 600 millones de dólares de una “caja negra” que la Siemens había pagado para sobornar potenciales clientes en todo el mundo; ni los 30 millones de dólares utilizados para comprar dirigentes sindicales miembros del Consejo de Empresa (Betriebsrat), que en Alemania representa los intereses de los trabajadores y empleados de una empresa y tiene voz y voto, junto con los accionistas, en la máxima instancia de decisión de las compañías, el Consejo de Vigilancia. Varios directores de Siemens presos, las relaciones entre empresa y sindicato dañados, los dos máximos líderes de una empresa líder obligados a renunciar: el escándalo más bullicioso de la historia del empresariado alemán.

De los 600 millones de dólares que Siemens ha pagado a ministros, diputados, ejecutivos, jeques, jueces en docenas de países para que decidan, autoricen y no investiguen la compra de turbinas, plantas generadoras, redes telefónicas u otras instalaciones billionarias, sé lo que publicaron los periódicos, nada más. No es mi liga.

Pero de la compra de sindicalistas yo les hubiera podido contar algo ya en los años setenta. Es más, la denunciamos públicamente. Sin embargo, nadie nos hizo caso: ni la prensa, ni la dirigencia de nuestro sindicato. Bueno, tratándose de la compra de voluntades sindicales, no era tan extraño que la dirección del sindicato se quedara callada...

¿Nosotros? La oposición sindical. Un movimiento de rescate de los sindicatos, que en aquel entonces eran sospechosamente moderados, acomodados, colaboradores con las empresas. Saliendo de la universidad, en vez de iniciar mi carrera en la industria cultural alemana, comencé otras carreras muy diferentes: una de mecánico en la fábrica de lámparas OSRAM en Berlin, una subsidiaria de Siemens; y otra de activista sindical en la IG Metall, que aglutina toda la industria mecánica y eléctrica de Alemania. El sindicato más grande del mundo. En aquellos años, dominado por una casta de dirigentes pertenecientes al ala más conservadora de la socialdemocracia alemana.

Era el año 1971. El movimiento del 68 -el movimiento estudiantil, el movimiento antiautoritario- estaba en crisis. Habíamos revolucionado las universidades, pero en la sociedad encontramos incomprensión, rechazo, hasta odio. Cuando marchamos por las calles de Berlin contra la guerra de Vietnam, los trabajadores de construcción nos tiraron ladrillos desde sus andamios y nos gritaron: ¿Por qué no van al otro lado del muro? Una parte del movimiento tomó una decisión que cambió mi vida: Para que este movimiento transforme al país, había que movilizar a los obreros. Para movilizar a los obreros, había que entrar en las fábricas y en los sindicatos. Para cambiar los sindicatos, había que derrotar a las dirigencias “vendidas”.

“Vendido”, para nosotros era una metáfora. Ni idea teníamos que estábamos muy cerca de la verdad. Que hubo compra-venta de voluntades entre sindicato y empresa, en especial en Siemens.

Yo entré a Osram, entré al sindicato IG Metall, junto con cuatro compañeros. De lingüista y politólogo me convertí en mecánico. De activista del movimiento estudiantil, en activista sindical. Ni tan activista; en los primeros años más bien estuvimos escuchando, tratando de entender, fomentando comunicación entre la elite –obreros calificados alemanes- y la masa de obreros u obreras turcos, serbios, croatas, portugueses sin ninguna calificación. Encontramos algunos sindicalistas frustrados y muchos que nunca habían entrado al sindicato porque no lo consideraban apto para velar por sus intereses. Los afiliamos, y con eso establecimos nuestra propia base en el sindicato. Atamos cabos sueltos. Juntamos sectores, etnias, géneros. Dentro de tres-cuatro años logramos formar un grupo sólido, dinámico e influyente que comenzó a desplazar a la casta de sindicalistas acomodados. En las elecciones al Consejo de Empresa vencimos a una buena parte de los candidatos propuestos y apoyados por la cúpula del sindicato. Era el inicio del fin del “sindicalismo vendido”, no sólo en Osram, no sólo en Siemens, no sólo en Berlin, no sólo en la IG Metall.
Pero esto del “sindicalismo vendido”, en estos años, fue un decir, una consigna, una manera de describir un sindicalismo que no hizo uso de sus instrumentos legales. Un sindicalismo profundamente corrompido por los comunistas que se querían afincar en él, pero no para velar por los intereses de los trabajadores, sino para adquirir institucionalidad, legalidad, poder oculto; y corrompido aun más por el anticomunismo que unía a la socialdemocracia y las cúpulas sindicales con la derecha política y económica del país en los años de la guerra fría.

Hasta cuando nuestros esfuerzos organizativos tuvieron éxito y pusieron en crisis al contubernio feliz que durante décadas habían mantenido las cúpulas sindicales y patronales, nos dimos cuenta que lo de “vendido” tenía un componente muy tangible de realidad. Como estaban acostumbrados a que cada sindicalista –el de tendencia socialdemócrata, el de tendencia socialcristiana, y sobre todo el de tendencia comunista- tenía su precio, empezaron a ofrecernos cualquier cosa: de promociones a puestos mejor renumerados y capacitaciones pagadas por la empresa hasta pisto. A veces las ofertas venían directamente de la empresa, a veces vía el sindicato. Lo denunciamos – y nadie nos hizo caso, sólo los colegas en las fábricas donde aun más acumulamos fuerza.

Nuestra lucha por el rescate del sindicalismo prosperó, de manera muy lenta, con muchos obstáculos, con muchos errores incluso, pero al fin prosperó. Ni tanto por los esfuerzos de una minoría de activistas e ideólogos como nosotros, sino porque la guerra fría ya comenzó a entrar en crisis. Dentro de la socialdemocracia hubo una corriente fuerte de renovación. La aristocracia sindical, que durante décadas había dominado los sindicatos, al ya no contar con el apoyo incondicional de la dirigencia socialdemócrata, perdió fuerza. Ya no pudo detener los esfuerzos –diversos, no sólo nuestros- de rescatar y dinamizar a los sindicatos.

Cuando yo decidí salir de Osram y de mi país para buscar otros rumbos y otros campos de batalla, mis compañeros en la planta me decían: “No seas pendejo. Si de todos modos vas a renunciar, cóbrales caro tu salida.” Varias veces me quisieron echar, y como no pueden despedir a un delegado sindical, me ofrecieron indemnizaciones o bonos o “recompensaciones” para deshacerse de mí. Como las próximas elecciones para en Consejo de la Empresa estaban cerca, talvez incluso iban a aumentar el precio...

Así fue que la empresa Siemens, por lo menos una vez en la triste historia de sus cajas negras para sobornos, subvencionó a varios movimientos revolucionarios latinoamericanos. Gracias, Siemens. Y qué placer leer que ahora, al fin, te están cogiendo.

(Publicado en El Faro)