Berlín, los años 60. Me había conseguido una de estas chambas que definen la felicidad de la vida estudiantil: escribir críticas gastronómicas para un diario. La regla era identificarse como crítico hasta el final de la visita. Fui a un restaurante francés en el barrio Wilmersdorf. El dueño, un francés, atendió personalmente en las mesas, obligando a sus clientes a escuchar sus deliberaciones sobre el buen y el mal comer.
Durante una hora el tipo me estuvo explicando que yo, en los 25 años de mi vida, sólo había consumido basura. Comida alemana, basura, por supuesto. Pizza y spaghetti, la principal dieta de los estudiantes, aberraciones culinarias. Hamburguesas, incomibles. Mis platos favoritos de aquel entonces: tzatziki, mousakka, gyros, todos de Grecia; ćevapčići de Yugoslavia, goulash de Hungría...), todo "cochonnerie", cochinada...
Resulta que ninguna comida, que uno como estudiante podía costearse, escapaba de la condena de este hombre, conocido en el Berlín de entonces como el gurú de la alta gastronomía.
Fue mi última recensión gastronómica. Me echaron, porque mi crítica fue tan demoledora que el tipo amenazó con demandar al periódico por difamación y daños a su negocio. También echaron a la editora que dejó pasar mi artículo. Ojalá que hubiera tenido la capacidad literaria de llevar a la bancarrota a este farsante culpable de confundir caro con exquisito y barato con basura...
Sigo odiando a aquellos restaurantes sofisticados, donde uno sale con hambre buscando adónde le vendan una hamburguesa. Gozo comiendo tacos en los mercados de México, salchichas en los quioscos de las ciudades alemanas, döner kebab en barrios turcos de Berlín, pupusas en la Calle Bernal, sopa de goulash en La Ventana.
Aquí en San Salvador hay un personaje conocido como genio musical. Compositor, director de orquesta, maestro... Una vez este gurú estuvo bebiendo en la barra de La Ventana, y el bartender le preguntó: "Maestro, ¿qué música ponemos?" Se había acabado un disco de Emerson, Lake and Palmer, para mí, el mejor rock de la historia. El maestro respondió: "¿Música? Aquí nunca he escuchado música, sólo basura comercial..." El bartender le dijo: "Amárrese los pantalones maestro, porque ahora va basura divina...". Y le puso "Out of Time", de REM. El tipo se fue sin terminar su cerveza y dejó de venir durante varios meses. Problema de él. El bartender, por supuesto, fui yo.
Mucha gente piensa que arte y éxito comercial son excluyentes. Ven el jazz o el rock como música de segunda clase, para las masas no educadas. A mí nadie me va a convencer que composiciones como "Losing my Religion" de Micheal Stipe, "Jerusalem" de Emerson Lake and Palmer, "Living in the Past" de Jethro Tull, no son obras tan válidas como cualquier "música seria" que dirige el maestro en cuestión.
Y ahora leo en El Faro una entrevista larga a Hernán Rivera Letelier, un escritor chileno que recibió el Premio Alfaguara 2010. Dice el tipo: "Hasta los 18 años leí pura basura: novelas de cowboys, novelas de ciencia ficción, novelas policiales..." Y agrega: "Cuando comienzo a escribir, a los 18 años, es cuando empiezo a leer en serio. Es cuando descubro que hay un Juan Rulfo, un Gabriel García Márquez, un Mario Vargas Llosa y un Julio Cortázar".
Con razón es algo ilegible lo que escribe. Está bien que haya leído a Rulfo, a García Márquez y a Cortázar. Pero talvez sus libros serían más digeribles si a los 18 años no hubiera dejado de leer las novelas de ciencia ficción de Stanislav Lem e Isaac Asimov; las novelas policíacas de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Stieg Larsson, Söwall y Wahlöö, o las novelas de espías de Graham Greene, John le Carré, Len Deighton...
Talvez entonces yo no hubiera cerrado su novela "La Reina Isabel cantaba rancheras" en página 25, para mejor releer "In the name of honor" de Richard North Patterson.
Yo no tengo perjuicios contra la alta literatura (música, cocina...), siempre cuando no aburra. Y siempre cuando no se eleva sobre lo que nos gusta y alimenta a los mortales.
(El Diario de Hoy)
Durante una hora el tipo me estuvo explicando que yo, en los 25 años de mi vida, sólo había consumido basura. Comida alemana, basura, por supuesto. Pizza y spaghetti, la principal dieta de los estudiantes, aberraciones culinarias. Hamburguesas, incomibles. Mis platos favoritos de aquel entonces: tzatziki, mousakka, gyros, todos de Grecia; ćevapčići de Yugoslavia, goulash de Hungría...), todo "cochonnerie", cochinada...
Resulta que ninguna comida, que uno como estudiante podía costearse, escapaba de la condena de este hombre, conocido en el Berlín de entonces como el gurú de la alta gastronomía.
Fue mi última recensión gastronómica. Me echaron, porque mi crítica fue tan demoledora que el tipo amenazó con demandar al periódico por difamación y daños a su negocio. También echaron a la editora que dejó pasar mi artículo. Ojalá que hubiera tenido la capacidad literaria de llevar a la bancarrota a este farsante culpable de confundir caro con exquisito y barato con basura...
Sigo odiando a aquellos restaurantes sofisticados, donde uno sale con hambre buscando adónde le vendan una hamburguesa. Gozo comiendo tacos en los mercados de México, salchichas en los quioscos de las ciudades alemanas, döner kebab en barrios turcos de Berlín, pupusas en la Calle Bernal, sopa de goulash en La Ventana.
Aquí en San Salvador hay un personaje conocido como genio musical. Compositor, director de orquesta, maestro... Una vez este gurú estuvo bebiendo en la barra de La Ventana, y el bartender le preguntó: "Maestro, ¿qué música ponemos?" Se había acabado un disco de Emerson, Lake and Palmer, para mí, el mejor rock de la historia. El maestro respondió: "¿Música? Aquí nunca he escuchado música, sólo basura comercial..." El bartender le dijo: "Amárrese los pantalones maestro, porque ahora va basura divina...". Y le puso "Out of Time", de REM. El tipo se fue sin terminar su cerveza y dejó de venir durante varios meses. Problema de él. El bartender, por supuesto, fui yo.
Mucha gente piensa que arte y éxito comercial son excluyentes. Ven el jazz o el rock como música de segunda clase, para las masas no educadas. A mí nadie me va a convencer que composiciones como "Losing my Religion" de Micheal Stipe, "Jerusalem" de Emerson Lake and Palmer, "Living in the Past" de Jethro Tull, no son obras tan válidas como cualquier "música seria" que dirige el maestro en cuestión.
Y ahora leo en El Faro una entrevista larga a Hernán Rivera Letelier, un escritor chileno que recibió el Premio Alfaguara 2010. Dice el tipo: "Hasta los 18 años leí pura basura: novelas de cowboys, novelas de ciencia ficción, novelas policiales..." Y agrega: "Cuando comienzo a escribir, a los 18 años, es cuando empiezo a leer en serio. Es cuando descubro que hay un Juan Rulfo, un Gabriel García Márquez, un Mario Vargas Llosa y un Julio Cortázar".
Con razón es algo ilegible lo que escribe. Está bien que haya leído a Rulfo, a García Márquez y a Cortázar. Pero talvez sus libros serían más digeribles si a los 18 años no hubiera dejado de leer las novelas de ciencia ficción de Stanislav Lem e Isaac Asimov; las novelas policíacas de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Stieg Larsson, Söwall y Wahlöö, o las novelas de espías de Graham Greene, John le Carré, Len Deighton...
Talvez entonces yo no hubiera cerrado su novela "La Reina Isabel cantaba rancheras" en página 25, para mejor releer "In the name of honor" de Richard North Patterson.
Yo no tengo perjuicios contra la alta literatura (música, cocina...), siempre cuando no aburra. Y siempre cuando no se eleva sobre lo que nos gusta y alimenta a los mortales.
(El Diario de Hoy)