Cuando decidí abandonar mi posición de observador periodístico para poner mi profesión al servicio de la insurgencia salvadoreña, mi hermano H. se mostró más escéptico.
Cuando al final de la guerra fui a Alemania y le comuniqué a mi familia que me iba a quedar en El Salvador para cosechar los frutos de la lucha y participar en la construcción de la democracia y de la paz, mi hermano H. se mostró más que escéptico. Me pronosticó que me iba a frustrar, que iba a fracasar...
Y así, sucesivamente, en cada estación de mi relación con El Salvador: cuando me separé del Frente, pero no del país; cuando comencé aventuras como La Ventana o mi incorporación al periodismo nacional. Siempre mi hermano se mostró escéptico, igual que casi todos mis familiares y amigos alemanes.
Al fin, ya con 72 años de edad, decidió que quería conocer El Salvador y mi vida en este país exótico, que sólo entra en las noticias internacionales por sus muertos.
Ayer se fue, luego de una semana de estar en El Salvador, con su esposa y con dos amigos. Sus palabras de despedida: "Un país con gente tan sonriente y generosa; un país con carreteras tan buenas; un país que te aguanta a vos luego de 30 años de andar jodiendo; un país con tanta gente que te quiere... es el lugar correcto para alguien como vos. No me convenciste vos, El Salvador me convenció..."
Voy a tratar de reconstruir qué es lo que vivió mi hermano en una semana de estar en El Salvador, para llegar a superar su escepticismo de décadas frente a la historia de amor entre su hermanito y este país.
Lo llevé a caminar en el centro de San Salvador, en el caos urbano que nosotros percibimos como amenazante. Pero su experiencia directa era con gente amable, con viejitos en la Plaza Libertad que saludaron a "don Paolo del MAS".
Como la Catedral estaba tomada por a saber quién y por tanto cerrada, lo llevé a la iglesia El Rosario, y quedó impresionado de la belleza del lugar, el juego de luces, y las pláticas con varios de los visitantes humildes que le contaron de la historia de este lugar, incluyendo la masacre. "Pero esta gente no estaba amargada, por nada, estaba orgullosa de que todo esto ya es pasado y superado...", me comentó mi hermano.
Lo llevé a comer en lugares exquisitos y caros, pero también en comedores populares, y en ambas categorías mis invitados tuvieron pláticas con los dueños y los empleados. Los dueños, por ejemplo, del hotel lujoso "Los Almendros de San Lorenzo", en Suchitoto, y la pupusera en el Barrio Concepción, les mostraron la misma apertura, y sobre todo, el mismo orgullo de recibirlos y satisfacerlos.
Los llevé al Boquerón, a Santa Tecla, a Suchitoto, al Lago de Coatepeque, Ataco y el Tunco, y en todos los lugares, humildes o de lujo, fueron tratados con cariño y amabilidad. Se trata de viajeros casi profesionales, que han recorrido los destinos turísticos del mundo, pero no estaban acostumbrados a este calor humano a la hora de recibir a los turistas.
Los llevé a la casa humilde de un ex-jefe guerrillero, para que conocieran a una leyenda, pero sobre todo para que se dieran cuenta que este hombre vive de manera normal, sin miedo, sin resentimientos.
Conocieron a hombres y mujeres de derecha y de izquierda, y observaron la manera cómo la pasaron jodiendo conmigo, a pesar de que me conocen como figura polémica, crítica y, como uno de ellos les dijo "un francotirador sin dueño".
Los llevé al Museo de Arte Moderno, vieron también La Ventana llena de arte, conocieron a algunos de mis amigos artistas, y llegaron a la reflexión: "Un país de estos colores y de tantos pintores no puede ser tan violento como dicen".
Las impresiones de mi hermano pueden haber sido superficiales. Sólo pasó una semana de vacaciones. Pero era suficiente para que abandonara su escepticismo y me felicitó por mi vida en este país.
Quería compartir esto, porque necesitamos que a veces nos eleven la autoestima.
(El Diario de Hoy)